
Nunca me percaté de qué tanto de mi vida giraba alrededor suyo, hasta que una calurosa noche de mediados de septiembre sucedió algo, para mí, inimaginable. Debido a la reciente renuncia de mi compañero de labores y la aceleración del plan de trabajo por estar en la recta final del año, ese día trabajé de 7 a.m. -9 p.m.
Sumida en un vaivén de ideas, repasando mentalmente lo que podía continuar haciendo desde mi hogar y las tareas que tendría que priorizar al día siguiente, casi por inercia comencé mi rutina diaria antes de salir de la oficina: echar un último vistazo al email corporativo, guardar archivos en mi USB y cerrar ventanas antes de apagar la compu, apagar el aire, recoger documentos del escritorio y apilarlos de tal manera que al reiniciar la faena no se dificulte continuar la secuencia, guardar mi celular en la cartera…
Alto. Aquí hago una pausa porque esa noche hubo una variación. Al tomar el teléfono móvil, me percaté que estaba a ‘un pelo’ de descargarse completamente. Revisé gavetas y verifiqué que no tenía a mano el cargador de batería.
“Ya es tarde, no vale la pena llevarlo, lo cargaré mañana”, pensé. Lo guardé en la primera gaveta y salí rumbo a mi casita.
Al llegar a mi hogar, dulce hogar, Tremendo susto me llevé al descubrir que mi niño aún no regresaba de sus clases de inglés. Tenía más de una hora de retraso. Mientras los nervios invadían mi ser y las peores ideas acudían a mi mente, casi automáticamente busqué el celular en mi cartera… ¡Oh-oh!
En ese momento tomé conciencia de mi triste realidad. Todos los números telefónicos que hubiera deseado marcar a esa hora, estaban guardaditos en la memoria de mi ‘celu’. Por supuesto no sabía ninguno, y -, obviamente- mi angustia creció.
Finalmente, como por obra celestial recordé el número telefónico de la casa de mi hermano, quien acostumbra guardar toda la información habida y por haber, de amigos y familiares,incluyendo a los peques…
Triangulando llamadas,supe que mi hermana pasó por la academia, recogiendo a mi hijo para ir a un cumpleaños. Sólo que, lamentablemente, olvidó comunicármelo. Todo se resolvió en asunto de minutos, y mi alma volvió a ‘habitar’ mi cuerpo. Pero, sobre todo, aprendí la lección.
No puede ser que yo dependa tanto de ese aparatito que cabe perfectamente en la palma de mi mano, así que, ahora ando a la antigüita: con mi agenda telefónica bajo el brazo.
