Me resulta entretenido observar a las personas. Las que van
con el ceño fruncido, pensativas, hablando consigo mismas… pensando en voz
alta, quizá, o sosteniendo la más interesante plática con su interlocutor
imaginario. Las que van ‘empericuetadas’
(muy arregladas) y altivas, como sintiéndose dueñas del mundo, las sonrientes,
las cabizbajas.
De manera particular me gusta detenerme en los niños que,
totalmente despreocupados –aun cuando van contra el tiempo- caminan hacia su
escuela. Ésos, la mañana de hoy, me pusieron a meditar.
Y es que debo reconocerlo, puedo ser muy estresada. Soy risueña, río
con la mayor de las facilidades y generalmente llevo la risa a flor de piel.
Pero nunca he negado que soy de emociones intensas, así que con esa misma
facilidad me surge el estrés.
Esa preocupación que proviene de una situación no resuelta,
de lo que ha de venir, de lo que pasó y no estuvo bajo mi control, de aquello
cuyo desenlace desconozco porque ni siquiera se acerca a su fin. Pensándolo bien,
creo que inconscientemente me las ingenio para vivir con el mundo a cuestas.
Por eso, mientras regresaba a mi casa, luego de llevar a mi
hijo a su colegio, tomé una decisión. Hoy seré feliz. Disfrutaré mi día.
Recibiré con gratitud las caricias del apacible viento que refresca el
ambiente, el dulce trino con que los pajaritos agradecen el nuevo día a nuestro Creador, la presencia de mis bellos hijos, la salud, el trabajo, ¿y por qué no?
también las adversidades, porque a través de ellas crezco y me hago más fuerte.
Soy una guerrera. Llevo incontables cicatrices en el alma, que dan cuenta de muchas batallas perdidas... pero mientras viva, seguiré librando la guerra. A ser feliz, entonces. ¡He dicho!
