“Por encima del bien y del mal”, pensé. Pequeña y erguida, igual que cada mañana, ahí estaba la paloma que suele posarse en el cable que suministra energía eléctrica a mi casa.
Acostada boca arriba, tratando de sentirme cómoda antes de tomar la foto, me quedé absorta por unos instantes. No podía alejar mi mirada de aquella diminuta figura que por segundos se quedaba inmóvil, para luego –con un aire de realeza pero a la vez sencillo- mirar hacia el horizonte… ora a la derecha, ora a la izquierda. Ora hacia abajo.
Indiscutiblemente, me proyectaba una imagen envidiablemente despreocupada, como cuando has tomado la sartén de tu vida por el mango. “Cuando sea grande, quiero ser como ella”, me dije con cierto toque de humor.
Porque a decir verdad, de repente me encantaría ir por la vida con cierto desparpajo que a veces emana de las almas descomplicadas. Pero no puedo. No soy descomplicada. No puedo serlo si voy por ahí con las emociones a flor de piel, llorando hasta que mis ojos duelan, o riéndome hasta que mi interlocutor comience a sospechar –de manera infundada- que lo mío es burla.
Me resulta difícil todo eso. Y esto. Y aquello. La soledad. La compañía. Los intentos por comprender el mundo que me rodea a veces se queda en sólo eso, un intento. Y entonces, también me siento incomprendida.
No es fácil. No señor. Durante las últimas semanas he sido víctima de mí misma. Por creer que las personas son como yo. Por soñar con actitudes diáfanas, por esperar franqueza en las palabras y virtud en el corazón de quienes me rodean. Pero me doy cuenta que no es así y me golpeo las narices con la pura y dura realidad.
Y entonces en mi fuero interno envidio a la pequeña paloma que posa –casi altanera de tanta simpleza- sobre el cable, a la luz del amanecer, con un cielo inmenso pintado con los bellos colores del amanecer por techo; y la tierra a sus pies. Y quisiera, aunque sea por brevísimos segundos, estar al igual que ella, como levitando en medio del bien y encima del mal.

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