Soy muy débil para algunas cosas. Lo reconozco. A lo mejor por eso es que, aun cuando ya pasaron tres años exactos, todavía cierro los ojos y se me encoje el pecho al ver venir por mi costado, un bus o un vehículo a cierta velocidad. La verdad es esa: todavía ‘me duele’ viajar en carro.
En este caso específico, mi debilidad consiste en no reponerme del susto. Siempre espero el golpe, aunque no lo deseo, claro está. Pero ya perdí la cuenta de cuántas veces he revivido aquella terrible imagen de cuando un bus interurbano se nos vino encima, embistiendo por el costado izquierdo el carro en que viajábamos cinco personas –una de ellas, mi hijo de entonces un añito- y arrastrándonos sobre la carretera hasta que nuestra propia carrocería unida a la fricción de las llantas sobre el pavimento, lograran que la mole se detuviera.
La noche anterior tuvimos una cena familiar. Estuvimos, como solemos hacer, en nuestro restaurante favorito para celebrar el cumpleaños de mi hermana C. Como siempre, el momento estuvo plagado de carcajadas de principio a fin, bromas, chistes, recuerdos de los mil y un acontecimientos que pueden grabarse en nuestra memoria cuando provenimos de familias numerosas.
El día en cuestión, un 8 de septiembre de 1997, decidimos mi hermana V, mi hermano F, una amiga de la familia y yo, ir a una ciudad ubicada a unos 50 kilómetros de la nuestra. Nuestro fin era realizar gestiones propias de la próxima boda de mi sobrina, y de paso aprovechar que ese departamento tiene un perfil altamente turístico. Ambos hermanos, llegaron al país la noche del 6 de septiembre procedente de diferentes destinos, por lo que quisimos pasar juntos el mayor tiempo posible. De hecho, también llevé a mi niño de un año.
Por cosas de la vida –o mano Divina, no sé- esa vez decidí desatender las leyes de tránsito. Bajo obligación de utilizar el cinturón de seguridad y la prohibición de viajar con niños en el asiento delantero, decidí sentarme allí con mi peque.
Al atardecer, de regreso a casa, escuché la voz angustiada de mi hermana. La gravedad de su ronca voz llamándome constantemente me hizo girar el rostro, para ver una escena por demás desagradable: al ver que el bus se nos abalanzaba por el costado izquierdo, V cayó presa del pánico, se inmovilizó, no metió cambio adecuadamente por lo que el carro se quedó para esperar el empellón.
Sólo tuve tiempo de pedir en voz alta la intervención divina, cerrar los ojos, tomar a mi hijo con fuerza y cubrirlo todo lo pude con mi cuerpo. Por segundos que parecieron una eternidad escuché el chirrido de las llantas, el olor a caucho quemado inundó el ambiente y un dolor que no sabía localizar en mi cuerpo me dejó sin aliento.
Confusión. Dolor. Llanto del niño. Susto, miedo… Humo blanco tan espeso que no podía ver al niño que cargaba en mi regazo. De allí en adelante, era buscar la salida. La ayuda llegó como la sangre que acude a la herida: sin necesidad de llamarla.
Muchos detalles, un sinfín de recuerdos. La experiencia y el agradecimiento de gozar vida para contarla. Un renacimiento. Lo que pudo terminar en muerte fue un seguir de la vida. Somos sobrevivientes, literalmente. Todo, por la gracia del Señor.


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