En el momento no supe qué sentir. “¿Cómo pudo pasar esto?”, me dije. Y ahí en medio de la eterna noche de insomnio, rodeada de una oscuridad silenciosa, dando vueltas en la cama que –rara cosa- desde “entonces” no me parecía tan inmensa, sentí profundas ganas de llorar.
¿Por qué? A ciencia cierta, no lo sé. Quizá sea porque soy una romántica empedernida, que se empecina en creer que las personas no cambian, y que si lo hacen es para bien. O tal vez porque en medio de todo, a pesar de todo, no concebía que se pudiera llegar a este punto luego de haberte querido tanto. O, a lo mejor sólo es una de tantas reafirmaciones de que soy una mujer con emociones a flor de piel, que se niega a vivirlas a medias, y que cree que las manifestaciones afectivas deben calar el alma.
Lo cierto es que ahí estaba yo, con un torozón en la garganta, tragándome a cuentagotas las lágrimas amargas que alguna vez han probado quienes todavía creen en la humanidad. Me puse de costado, quedando frente a frente con mi otro yo. Y vi en sus ojos el horror de la incertidumbre, el espanto de no saber qué hacer con eso que te copa el corazón y se desliza por debajo de tu piel como un gusano invasor e inmundo.
Sólo entonces tomé conciencia de lo que pasaba. Ese algo que se quebró tiempo atrás, esa fisura otrora imperceptible, de a poco se convirtió en una falla tectónica que causa revuelo de vez en cuando con sus movimientos y sacudidas. Debo aprender a vivir con eso. El primer paso fue éste: reconocer y aceptar que, muy a mi pesar, te perdí el respeto.
La enorme interrogante de cómo, habiéndote amado como te amé, hoy no siento ni siquiera respeto por tu persona, fue sucedida por una frase que me sale de las entrañas: no importa cómo o cuándo. Lo importante es que te lo merecés.


