
No sé si fue debido a las constantes burlas de mis hermanos mayores, a la influencia de los estereotipos sociales de belleza, a mi timidez –y por ende, inseguridad en muchas áreas de mi vida-, o a cualquier otro motivo que pudo marcarme en el momento. Pero lo cierto es que muy a mis quince, yo estaba inconforme con mi apariencia.
Me posaba frente al espejo para luego ir donde mi mami con mi pliego de quejas: “Mire” –le decía yo, mientras ella, mezclando toques de impaciencia y buen humor, subía la mirada y susurraba ‘Ay Dios’-: "mi pelo es demasiado liso y mis cejas muy gruesas, no me gustan mis camanances (hoyuelos en las mejillas), soy muy chaparrita, mis uñas muy pequeñas"… La lista parecía no tener fin. Pero lo tenía, sólo que al llegar a mis pies, me quedaba sin habla.
Nacido de un matrimonio entre un hombre de marcados rasgos indígenas y una mujer portuguesa (nunca supe por qué su familia emigró a mi país, pero esa es otra historia), mi abuelo tenía un pie ancho y regordete, de uñas grandes y gruesas. El cual heredó mi madre; mientras que mis tías tienen unos pies de ensueño, casi salidos de esas películas de Walt Disney.
El asunto es que, la implacable genética me hizo ‘sacar’ los pies de mi bisabuelo. Yo, orgullosa declarada de llevar sangre indígena en mis venas, debo reconocer que durante años deseé en silencio haber heredado los lindos pies de mi bisabuela, la portuguesa.
Pasó el tiempo y se llevó mi adolescencia. Mi cabello de hebras finísimas y lacias, mis ‘camanances’ (hoyuelos), mi estatura… todo fue correctamente digerido, excepto la apariencia de mis pies.
¡Qué tortura era ver a las chavalas con esos piecitos lindísimos! Lucían sandalias de todos los estilos y colores habidos y por haber. Cuando íbamos a la playa miraba los de mis tías y los de mis hermanas, que las hacían parecer hadas revoloteando sobre la arena.
Pero como dijo mi padre: no hay nada que el tiempo no cure. Y mi pesadilla pasó. Hoy me siento bien conmigo misma. Me acepto como soy, y lo mejor de todo, me quiero tal cual. Estoy bien plantada, con ambos pies.
Si alguien osa hacer un comentario negativo sobre estos maravillosos pies que nuestro Padre Celestial me regaló, atino a compartir lo agradecida que me siento porque me sostienen y gracias a ellos me movilizo. El resto es historia.


