
Me molesta sobremanera encontrarme con un desconocido preguntón. No sé si esto se deba a que soy muy reservada con mis cosas o simplemente a que dirijo hacia otros blancos, la pequeña cuota de tolerancia que poseo.
Como sea, aquel taxista no fue la excepción. Luego de unos segundos de silencio, comenzó a afinar su puntería y el tiro no se hizo esperar. “¿Vive por aquí?”, comenzó. Le respondí una escueta negativa y por mi actitud no dejó de embargarme un sentimiento de culpa, pese a que efectivamente lo abordé cerca de mi centro de trabajo y no de mi lugar de habitación.
Caía la tarde y ese día –como rara vez sucedía- mi ex y yo salimos temprano del periódico. De hecho él se desocupó un poco antes, así que se fue a comprar boletos para el cine, previendo que la fila de espera para entrar podría ser larga.
Una tras otra, las preguntas resonaban en mis oídos. Yo respondía casi de manera automática mientras revisaba el reloj a cada instante. Iba a las justas y no me encanta la idea de entrar a ver una película comenzada. Pero sobre todo, me estresaba la ‘preguntadera’ del tipo curioso.
“Ya va tarde, ¿verdad?”, me dijo. “Perfecto” –pensé- “ya notó que voy rápido y se va a apurar”, por lo que en menos de lo que canta un gallo le respondí que sí.
“¿Usted trabaja ahí? (en el centro comercial destino)”. No, le dije. Sinceramente, nunca supe ni sabré qué de mi expresión verbal o no verbal le indicó al señor algo relacionado con la siguiente pregunta, pero el hecho es ese: “¿Va a una entrevista de trabajo?”, consultó, y, más por salir del paso que por otra cosa, le respondí que sí.
Pero mi actitud hacia aquel hombre cambió en cuestión de momentos. “Ay mamita” –expresó con cierto tono paternal- “ojalá que le vaya bien, que la contraten… la vida está dura pero confíe en Dios de que todo va a salir bien…”
Los segundos posteriores sólo sirvieron para echar sal a la herida. O sea, para que yo me sintiera como la más villana de todas las películas: “Mire, yo tengo una cuñada que trabaja en los cines, se llama Mariela, vaya ahorita mismo a preguntar por ella, dígale que yo la mando para que la ayude. …”
Y sin siquiera un respiro me dio sus datos personales: nombre (claro, tenía que decirle a la Mariela quién me enviaba por el puesto), número celular y barrio donde vivía. Todo “por cualquier cosa”, es decir, por si podía ayudarme en mi proceso de búsqueda.
Lo menos que pude hacer fue agradecer profundamente al hombre, mientras le brindaba la mejor de mis sonrisas y le deseaba lo más bueno de la vida. Me bajé de ese taxi con una nueva visión del mundo: pese a todo, aún existe gente buena. Y claro, con la meta de ser más tolerante con los preguntones.