
Algunos rayos de luz –un tanto atrevidos, un tanto rebeldes- osaron colarse por la ventana, permitiéndome dibujar su silueta sobre mi cama. Su cuerpo casi perfecto –y digo ‘casi’ por no parecer hereje- y ardiente yacía a mi lado.
Más dormido que despierto, de vez en cuando realizaba algún movimiento errático en el aire y yo, a sabiendas de su deseo, acercaba mi mano que al instante él, dulcemente, tomaba para colocar sobre su pecho. Su mano sobre la mía y mi mirada buscando su mano. Así permanecíamos largos ratos, en los que sólo el sonido lejano e intermitente de algún grillo interrumpía el agradable son de los latidos de su corazón.
Fue una vela agridulce. Debido a los vaivenes y ajetreada vida de una mujer profesional, desde hacía mucho no me quedaban fuerzas como para desvelarme sólo para contemplarlo, pero esa noche lo hice. Primero porque las circunstancias me obligaban, luego porque caí presa del embrujo de su ternura y belleza.
Me dolía la espalda –para quienes no saben: tengo una lesión congénita--, me sentía exhausta, mis ojos cansados parpadeaban tan lento, que casi asemejaban una danza virtuosa y pausada…
Pero debía mantenerme despierta. Muy a mi pesar estábamos a punto de llegar a la barrera de las 48 horas. Momentos febriles e interminables que pasamos entre clínicas, medicinas, termómetros, baños y paños húmedos sobre la cabeza, de pronto llegaron a su fin y mi cuerpo sintió una liberación de adrenalina.
Después de 43 horas consecutivas, la fiebre abandonó el cuerpo de mi pequeño hijo y con lágrimas de agradecimiento, elevé una oración…

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