
Es de madrugada y todos duermen. El silencio que me envuelve se asemeja a una inmensa cobija de seda que se adhiere a mi piel tan suavemente, que es casi imperceptible. El momento me resulta propicio para reflexionar.
Recién finalizo de ver un programa en la tele. Es esa serie en la que el equipo de producción elige a una familia para construirle una nueva casa. Y, de alguna manera, darle una nueva vida…. O al menos ayudarle en el camino que lleva a obtener una.
Esta vez le tocó el turno a una mujer negra, de 45 años, madre de 8 hijos. Golpeada a más no poder por el esposo abusivo. Cuando los puños no se detuvieron ni siquiera ante la mirada de los niños, ella decidió que era hora de enfrentar sus demonios (y casi que literalmente, al demonio), así que se armó de valor y buscó el momento propicio para huir en busca de un buen futuro para sus vástagos.
Mientras un par de lágrimas rodaron por mis mejillas me puse a pensar. ¿Qué pasa cuando los golpes llegan en forma de palabras… Cuando los fonemas entran a rastras por tus oídos, pasan cortando tu corazón en mil pedazos y explotan en tu mente, convirtiéndose en infinitos charneles que se quedan ahí clavados para el resto de tus días?
Porque cuando te repiten una y otra vez que sos inútil, tonta, fea, fracasada, que no serás feliz, que no te casarás, que nunca podrás hacer nada bueno en tu vida, terminás creyéndotelo. Y actuás en función de eso. Y al final del camino, esa es tu verdad. Y no necesariamente te las dijo un esposo, sino que las venís oyendo desde que estás chiquita.
Pero eso no se ve. Al menos no es algo tangible, no es algo que los demás puedan notar a simple vista aunque vos, cada día que te ves al espejo, te leés en la frente la sarta de etiquetas que con o sin querer, te han pegado. Y las llevás –de manera invisible, pero igualmente las llevás- emulando los ‘stickers’ de rodamiento que cada año debés pegar en el vidrio de tu carro para que todos vean que has pagado tus impuestos.
En esas circunstancias, es difícil huir. Porque los demonios se van con vos. Peor aún: van dentro de vos. Y si no me creen, pregúntenle a mi amiga, esta mujer que ahora es madre soltera, nunca ejerció su carrera y muy a sus 40 años aún vive con su madre, soportando todo tipo de vejámenes. Su madre, dicho sea de paso, la amenaza con morirse –y por supuesto, la culpa de tan desdichado fin- si mi amiga no le obedece ‘al pie de la letra’.
Y mientras escribo, en mi mente desfilan más rostros que pies sobre una pasarela en noche de espectáculo. Porque, cual Scherezada, conozco mil y una historias sobre este tipo de abuso. Anécdotas que se mantuvieron guardadas en el corazón bajo siete llaves y que se manifiestan en cada paso errático que se da por la vida… sí, esos que los demás juzgan sin conocimiento de causa y sin compasión.
Pero que de pronto -con un poco de suerte- salen a luz, pues ‘cosas veredes, Sancho amigo’. Es decir, contra todo pronóstico, un buen día esa niña que llevamos dentro decide llorar de una vez por todas, y ya no puede parar. Y se te secan los ojos. Y se te seca el alma. Y aún así, la niña sigue llorando.
La buena noticia es que cuando eso pasa, ángeles se forman a tu alrededor creando un cerco, una valla, un sostén. Esos ángeles ahora se llaman amigos, ora sicólogo, ora esposo, ora almas desconocidas que de repente, sin ton ni son, te dicen una frase que te toca en lo más profundo y marca la pauta para un cambio. Te dan un respiro. Te regalan una esperanza. Te devuelven las ganas de vivir y la sonrisa.
Así comienza a disiparse la nube negra. Y es cuando, como dice la Ale Guzmán en su canción, abrís la ventana para que entre el sol. Ahí es cuando hacés un alto en el camino, guardás un minuto de silencio, cambiás de rumbo y en forma de oración silenciosa aflora el más profundo de tus miedos (de los nuevos miedos): Padre Nuestro, ayudame a romper el ciclo para no repetir la historia con mis hijos...