No sé cómo decirlo sin que suene a una frase más, pero no
hay otra manera de expresarlo: ¡Te amo! Pasé muchos años sintiendo cómo el
silencio me corroía la garganta. Los pensamientos me llevan a mundos
inimaginables y me encuentro, entre adormecida y despierta, ora entre ideas de
hielo, ora entre cálidas lágrimas.
Qué difícil ha sido desearte con el alma y saber que no
podré tenerte. ¡Cuánta angustia! ¡Cuánto dolor! Tantas noches contándole en
secreto a la almohada, mis planes imperfectos de traerte a mi lado.
Imaginándote. Escuchándote. Sintiéndote.
Y, ¿sabés? En mi terrible osadía de quererte, nunca sentí
preferencia alguna por tu apariencia: cachetes morenos o sonrosados; ojos
negros y soñadores o sonrientes y redondos, como tapita de galleta de chocolate;
cuerpo delgado o carnoso; cabello lacio y escurridizo o de hermosos y rebeldes
rizos. Eso, a decir verdad, siempre fue lo de menos. Al fin de cuentas, tu
perfecta presencia trascendería a las imperfecciones no etéreas.
Lo importante es que te amé desde siempre, o, al menos, desde
que entraste a mi mente como un finísimo haz refulgente que cobró vida y de
inmediato se anidó en mi corazón. Tu sonrisa cautivante, tu calor, tus dedos
entrelazados con los míos mientras recorríamos las calles de la calurosa
Managua… todo vivía aquí dentro de mi pecho como un pequeño remolino que al
asomarse dejaba un gran caos.
Pero, hoy abrí los ojos y te desvaneciste. He decidido
dejarte ir (¿puedo ‘dejar ir’ lo que realmente nunca tuve?). Te lloro una vez
más, pero esta vez es un llanto consciente de que la realidad es muy distinta a
mi sueño, porque eso sos: un gran sueño. Un inmenso deseo que me arrebató las
entrañas durante tanto tiempo. No sé si estas letras serán suficientes para
cerrar nuestro capítulo, mi capítulo, pero sí sé que es el inicio de un fin que
tarde o temprano tenía que llegar, porque se nos pasó el tiempo, hija. Me quedé
con el anhelo y vos buscaste otro sendero.






