
Llueve a cántaros y algunos de mis más profundos temores salen a flote. Un poco influenciados por la fantasía, otro poco por la realidad. Temo la caída de un rayo, la explosión de un transformador eléctrico, un cortocircuito fortuito… o cualquier otro evento que relacione agua y electricidad.
Trato de conservar la calma. Comienzo a llenar un crucigrama pero no me puedo concentrar, así que desisto para dedicarme a la tarea que más satisfacción me produce: escribir.
Un chisporroteo cerca de mi ventana me sobresalta. Mi corazón quiere saltar del pecho mientras le aseguro a mis hijos que todo está bien. Pues, ¿para qué estamos las madres si no es para hacer sentir a los niños que, pese a las circunstancias, todo estará bien?
No me gusta la lluvia. Si no fuera porque reconozco su valor en la producción de alimentos, diría que la detesto. Quizá sea porque cuando llueve, cual tierra suelta, se remueven los recuerdos. Tristes recuerdos. Y me siento aprisionada.
Mi espíritu no encuentra solaz en la cárcel de mi cuerpo, así como éste se siente aprisionado entre cuatro paredes. Porque mientras llueve a mares yo permanezco en cama, no me atrevo a asomar ni la nariz.
Me embarga la tristeza y mi cuerpo se encoge levemente. Lo detecto en la búsqueda inconsciente de la posición fetal.
Los pensamientos se agolpan en mi mente. Viajan a una velocidad extremadamente mayor al movimiento de mi mano y para cuando termino de escribir estas letras la lluvia ya ha cesado y mil pensamientos se perdieron en el limbo mental.
Así que, abandono mis reflexiones y vuelvo a tomar conciencia de mí misma y mi mundo circundante. Y me quedo cara a cara con este sentimiento que ya veré más luego, cómo disipar…



