
Me encanta el mar. Creo que es una de las cosas que más disfruto en la vida… cada amanecer y cada anochecer es un espectáculo que no tiene precio. El cielo nos va presentando una gama de colores en diversas tonalidades que parecen danzar al ritmo de las olas, apacibles a veces, otras no tanto. Y el sol mostrando sus mejores galas, rojas o anaranjadas, no se queda atrás.
Podría pasar horas sentada en la orilla. Quedarme ahí -mientras las olas me coquetean en ese vaivén, sin decidirse a rozar mi piel- simplemente contemplando la inmensidad, sintiendo mi conexión con la naturaleza, palpando la finísima arena, recibiendo la brisa marina en mi rostro mientras mi cabello vuela libremente según lo lleva el viento. La sensación de los rayos solares, que inician como una suave caricia hasta convertirse en un fuerte abrazo que casi te ahoga, cuando ya calienta demasiado en este mi país de clima tropical.
No puedo dejar de pensar en lo pequeño que somos. Cada ser humano, en medio de la grandeza que significa su creación perfecta (¿o me van a decir que nuestro cuerpo no es una máquina con un engranaje maravilloso?), es tan ínfimo a la vez… que simplemente me maravilla.
Pero eso no es todo. Sería injusta si no menciono las formas. Las conchitas, los caracolitos, las rocas… las olas mismas, que al reventar se convierten en una masa de agua espumosa. Las aves mañaneras que bajan a buscar alimento y, si tengo suerte –como en este momento-, algún barco pesquero que al lanzar sus redes rompe la línea que se forma en el horizonte.
Apenas amanece y no dejo de pensar en el encuentro que sostendré dentro de un momento, con los pescadores recién llegados a la playa cargados de productos marinos. Siempre que tengo esta experiencia los observo, tan diestros guardando sus redes, descargando las langostas, anguilas, pargos y corvinas. Hombres enjutos, renegridos por el sol, que supongo le 'sacan el jugo' a esta temporada, vendiendo el fruto de su trabajo a un mejor precio.
Pero mientras llego a mi cita, aprovecho los minutos que me quedan desde la posición privilegiada que poseo en este momento, en el balcón de un hotelito de playa en el balneario llamado Casares, en la costa del Pacífico donde vine a refugiarme para escribir estas letras luego de una caminata por la arena. Experiencia, para mí tan impactante, que cada vez que la vivo me siento como si acabo de experimentar un encuentro cercano del tercer tipo…

Quisiera yo que sean mis sueños quienes se formen en el horizonte, gracias por tan hermosa reflexión.
ResponderEliminarGracias a vos, por regarlarme tu tiempo al leer lo que escribo.
ResponderEliminar