viernes, 25 de septiembre de 2009

Petición matutina


Las palabras de aquel señor de 62 años, sencillamente me agarraron ‘fuera de base’. No sólo porque no era lo que una muchacha de 16 años esperaba escuchar a las 6:30 de la mañana, sino también porque a esa edad, mi mente más bien se transportaba a los escenarios recreados en mi imaginación mientras leía a autores como Shakespeare.
La idea de tener un novio coetáneo estaba tan lejano como la posibilidad de que yo fuera astronauta. Por lo tanto, la idea de tener un novio de la edad de mi abuelo (y encima, al poco tiempo tener que casarme con él), sencillamente me dejó sin habla por varios segundos.
Aprendí del ejemplo de mis padres el servicio desinteresado hacia los demás. Enseñanza que desde mis 13, había sido reforzada por el sistema educativo jesuita en el que estaba inserta. Así que, cuando el gobierno anunció la realización de una mini-cruzada de alfabetización que duraría el período vacacional entre un año escolar y otro, no la pensé dos veces antes de inscribirme.
Y ahí estaba yo, en el Valle de Olominapa, a unos 45 minutos de camino –a pie- del caserío Mesa de la Flor, donde yo usualmente alfabetizaba a un pequeño grupo de campesinos jóvenes adultos. Ese fin de semana, yo me encontraba en la casa de mi maestra supervisora, donde a veces llegaba a dormir.
Nunca sabré qué expresión puse cuando el hombre que tenía enfrente me pidió matrimonio. Pero recuerdo que al escuchar tan inusitada propuesta, quedé viendo al pretendiente, le sonreí y luego de un momentito musité: ‘espéreme un momentito’.
Puesto que yo había suspendido el momento de desayuno con mis anfitriones cuando el anciano me llegó a buscar, al momento de poner un pie dentro de la casa, todos los rostros se giraron hacia mí. La pregunta de mi maestra no se hizo esperar: “¿qué te pasó? – me dijo- venís blanca como un papel”.
Tímida como era, no quería que el resto de comensales escuchara mi respuesta. Me acerqué lo más que pude a la 'profe' y musité: “venga a ver por favor”. Ni corta, ni perezosa, mi supervisora abandonó la mesa y me siguió. Creo que más curiosa que preocupada, preguntó qué pasaba ahí y sólo atiné a comentarle que el señor ahí presente (curiosamente mi memoria se encargó de borrar su nombre) me había propuesto matrimonio, porque el sujeto en cuestión me interrumpió.
(Creo que vale la pena el paréntesis: efectivamente, nuestro interlocutor del momento había quedado viudo hacía un par de años, pero desde entonces no había mostrado intención de volver a casarse. Y siendo el finquero más adinerado de la zona, varias mujeres habían querido atraparlo infructuosamente).
“Quiero casarme con la Nitos. Va a ser la Princesa de mi casa, es linda y quiero que sea mi esposa. Usté sabe que yo ya soy viudo, me siento solo en esa casona… pero si mi muchachita se casa conmigo todo va a cambiar. La voy a andar así chineada (es decir, cargada en brazos), para que ni siquiera se me tropiece, la voy a cuidar, voy a poner a su nombre mi casa, mi finca, mis vacas, todos mis animales y propiedades. Le voy a dar todo lo que ella quiera, puede seguir estudiando si quiere…. Podemos ir a casarnos a Managua o que sus papás vengan aquí, como ella mande….”
El señor parecía haberse tragado un tanque entero de oxígeno, pues no cesaba su retahíla ni siquiera para dar un respiro. Yo, cabizbaja, escuchaba nuevamente todo lo que me habían ofrecido a solas. La profesora, no sé si por estrategia, por asombro o porque oraba en silencio suplicando por sabiduría, escuchaba sin interrumpir y de tanto en tanto, me volvía a ver.
Por mi parte, le echaba la culpa al short que vestía. “Yo sabía que no debía salir en short”, me decía, ávida por echarle la culpa a cualquier persona, ente o cosa que encontrara a la vista, por aquella situación tan incómoda.
Aunque ahora, en mi defensa diré que aquella pantaloneta color crema, no era corta ni mucho menos. Cubría la mitad de mis piernas, que si bien es cierto siempre fueron gruesas, no mostraban más de lo debido. En resumen: me siento con la conciencia tranquila pues sé que no caí en la procacidad.
Mis atontados pensamientos se interrumpieron cuando ¡por fin! escuché a la 'profe' hablar: “vea don Juan (de alguna manera le tendré que llamar), fíjese que yo soy la tutora de la Nitos en este momento, y le agradezco mucho su interés en ella y su seriedad, porque se nota que sus intenciones son serias. Pero fíjese que ella en este momento no piensa casarse, en Managua las jovencitas de su edad se dedican a los estudios, ella ni novio ha tenido… me da mucha pena tener que decirle que no. Tal vez más adelante, cuando ella esté mayor, usted la busca si es que aún desea casarse con ella”…
El discurso de mi benefactora fue atajado categóricamente por el “uhhhhh” de don Juan, quien ahí mismo expresó con cierto dejo de tristeza: si la Nitos se va de aquí, ¿cuándo la saco de Managua? Ya no va a querer volver.
La maestra me volvió a ver unos segundos, para luego responder: “bueno don Juan, entonces le sugiero que se busque a otra esposa por estos lados, alguien que le quede más cerca. Le sonrió, agradeció la visita y me empujó suavemente hacia adentro. “Terminemos de desayunar”, me dijo mientras se sentaba al comedor. Pero, ¿saben qué? yo había perdido el apetito.
Al cabo de un par de semanas, estando yo en el pozo de esa misma localidad, los lugareños se fueron desgranando poco a poco cargados con su agua. No acostumbrada a sacar agua de pozo, había decidido quedarme de última… primero y sobre todas las cosas, para que no me vieran haciendo el ridículo; segundo, porque no quería retrasar a nadie pues yo me tardaba por lo menos cinco veces más de tiempo, en halar un triste balde de agua.
Me percaté que no estaba sola –como yo pensaba- cuando la voz gruesa de don Carlos se ofreció a ayudarme. “Preste maestrita, yo le voy a halar el agua, sus manitos no están acostumbradas a las labores del campo”.
Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo, lo que me pareció un mal presagio. Y no me equivoqué. Acto seguido, “el campisto” me dijo que me había estado observando todo este tiempo…. Que él al igual que Juan (oh sorpresa, eran hermanos) había quedado viudo, y que nada le sería más grato que encontrarse una esposa como yo. Que él no poseía tantas propiedades ni tanto dinero como don Juan, pero que sí tenía “unas cuantas vaquitas pastando por ahí”.
Al principio pensé que este señor de 60 años me estaba vacilando, pero prontito salí de mi error. ¡¡Hablaba en serio!! Es más, muy en serio. Así que le brindé la mejor de mis sonrisas, le agradecí profundamente por ‘tomarme en cuenta’ y le dije suavemente pero con la mayor firmeza que mi vocecita de Chilly Willie podía permitirme: ay don Carlos, yo no quiero casarme ahorita. Agradecí una vez más, esta vez por el balde de agua, y me fui.
Nunca comenté a nadie sobre este asunto, pero eso sí, no volví a poner los pies en Olominapa. Al menos no por voluntad propia.

(Nota de la autora: Debo confesar que ésa fue la primera vez que me pidieron matrimonio, nada usual, creo...)

Aaaaaatención: ¡Firmes!


La mañana de hoy tuve que ir al Hospital Militar, a cuya clínica previsional me encuentro afiliada por medio del seguro social a que tenemos derecho los trabajadores asalariados.
Y no pude menos que sonreír por lo bajo cuando vi a un desgarbado soldado raso que, destinado a cuidar el estacionamiento, repentinamente adoptó la clásica posición militar de firme, con la mano derecha muy recta, tocando su frente. Mis ojos buscaron la fuente de su rigidez y se toparon a un doctor con cierto rango, que más por costumbre que por otra cosa, espetó en voz baja un ‘descanse’.
No detuve mi paso, y al pasar junto al muchacho en cuestión, preferí bajar la cabeza tratando de ocultar mi amplia sonrisa. No fuera a creer que me estaba burlando, porque en realidad no era así.
Mi sonrisa se debía a que en el preciso momento en que lo vi ponerse en posición de firme, mi mente se remontó a mis 18 años, cuando –por motivos que no vienen al caso ahora- me enlisté en el Servicio Militar Patriótico para mujeres.
La primera etapa estaba destinada, como debe ser, a la preparación militar. Por lo que más de cien mujeres fuimos trasladadas a un Centro de Entrenamiento Militar (CEM), ubicado al norte de la capital.
Me nombraron jefe de escuadra, por lo que tenía bajo mi mando a un pequeño grupo de mujeres. Incluso, a la hora de hacer guardia y recibir asignaciones, se me incluía en el grupo de ‘jefes’. No obstante, yo seguía siendo una más del montón, así que debía saludar militarmente a cuanto instructor me topara en el camino, que ostentara grado de subteniente o más.
Pero siempre me las ingenié para evitarlo. O bueno, casi siempre. La masiva asistencia a clase en los polígonos y espacios abiertos, de repente incidían para que la cortesía militar fuera menos rígida (si es que uno lograba escabullirse entre el grupo). Sin embargo, al director del CEM había que saludarlo sí o sí.
Por eso yo, en vez de seguir el camino que pasaba frente a su oficina, para ir a nuestras covachas (dormitorios), caminaba dos o tres veces más, para bordear el pequeño edificio y así asegurarme de no topármelo.
La suerte me asistió en el 99% de los casos. Una tarde, calculando que el gran jefe no estaría por su oficina, decidí seguir el camino. De pronto lo vi desembocar y girar para devolverme sería demasiado obvio, así que me vi obligada a continuar mi camino mientras me repetía mentalmente “tenés que saludarlo, tenés que saludarlo, tenés que saludarlo….”. Y lo saludé.
Disminuí el ritmo de mis pasos, y aunque no me detuve, debí taconear mientras chocaba los talones y me llevaba la mano a la frente. El director me devolvió el saludo y me mandó a descansar, por lo que aproveché para incrementar nuevamente el ritmo de mis pasos.
Me sentí tan ridícula, que nunca más me dejé ‘pescar’ nuevamente. Eso, al menos estuve en el CEM, ya en la unidad de artillería antiaérea de mujeres a la cual pertenecía, fue otra cosa. Y esa, señores, es otra historia.

Soy Mamacita, ¡a mucha honra!

Los niños son bonitos, cuando son hijos de otros. Durante 27 años, ese fue mi lema. O sea, hasta el día en que me tocó parir. Siempre pensé, ¿Yo, mamá? Naaaaa. Es que, encima de que recién nacidos son feos (porque todos los tiernos parecen ratones, no me digan que no), mucho friegan. A medida que crecen se evidencia que traen incluidas unas baterías eternas, qué demonio de Tazmania ni qué nada.

Eso no es todo. Justo cuando los estás chineando (cargando en brazos) se les ocurre mear y ... ya saben qué. Ah, o si no, vomitar. Y se sientan. Y se paran. Y se vuelven a sentar. Y se vuelven a parar. O hacen el mismísimo gesto cuatrocientas mil veces. Pero como la mamá está a la par tuya, te toca reír a carcajadas la misma cantidad de veces como si te estuvieras muriendo a punta de diversión.

No, qué va. Por eso siempre pensé que no sería madre. La verdad es que -por dicha- nunca me atreví a apostar mi cabeza ni nada parecido, pero estaba casi segura de que no tendría hijos. "No tengo paciencia para eso", argumentaba. Y encima limpiar caca, limpiar vómitos, levantarte a dar de comer cada tres horas. Paso.

Pero dije "casi segura"... ¿se fijaron?. Así que en ese casi es que salí embarazada de mi primer hijo. Y mi vida dio un giro de 180 grados y quedé viendo hacia donde antes daba la espalda. Claro, lo primero que me dio cuando me entregaron el resultado del examen de sangre fue susto. Ups, voy a ser mamá, ¿y ahora qué?

Porque hasta donde sé, los cipotes no vienen con un manual bajo el brazo. Púchica. Pero también sentís emoción. Chocho, un niño. ¿Cómo irá a ser? ¿Pelo liso como yo, o crespo como su papá? ¿Mujercita? ¿Varoncito? ¡Ihhhh! ¿Y si nace enfermo? Ay Señor, ojalá que no. Y entonces te invade el temor.

Ah, pero cuando te da la primera patada, cuando te hace recordar que una vida crece en tu vientre, eso no tiene precio, aunque para lo demás exista Master Card. Y eso es tan sólo el comienzo. Escuchar los latidos del corazón, verlos chupándose el dedo por medio del ultrasonido. Sentir que se da volantines cuando le cantás.

Poner un dedo para que lo sujete con sus deditos. Sentir su cuerpecito frágil. Acompañarlo durante su etapa de crecimiento y estar presente cuando pronuncia su primera palabra (no importa si dice "papa" cuando sos vos la que te matás cuidándolo). En fin.

Esto de ser mamacita es cosa del otro mundo. Nadie dijo que sería fácil. De hecho, la carga emocional, la responsabilidad, el crecer ‘a penca’ (tal como le dije recientemente a una amiga: con este embarazo te tocó convertirte en adulta, ni modo), los miedos, los no-sé-qué-hacer porque se metió un objeto en la nariz mientras corrés muerta de susto hacia la casa vecina o llamás por teléfono a tu progenitora (que, claro, luego de criar a seis hijos, ver crecer a 13 sobrinos y 8 nietos previos al tuyo, está más que curada), no son ni la mitad de lo todo lo que encierra traer un hijo al mundo.

Ciertamente, como lo expresó Quino por medio de su magistral personaje Mafalda, quien le dijo a Raquel, su madre que ambas se graduaron el mismo día. Esto, en clara alusión al día de su nacimiento. Pero a partir de ese momento comienza una nueva etapa (la anterior fue el embarazo, pese a los terribles achaques y antojos insatisfechos), llena de gozo y satisfacciones.

Las papillas que zampás jugando al avioncito, las sonrisas espontáneas, las preguntas (como la que me hizo mi hijo a los cuatro años: ¿por qué si la luna está en el cielo, no nos cae encima?) constantes y los interminables ‘por qué’, el primer día de clases, las primeras letras, el alcance de cada etapa. El crecimiento físico, emocional y espiritual…

No he recorrido ni la mitad de mi camino, y cuando vuelvo la vista atrás siento que apenas pasó un pestañazo. Pero, todos lo sabemos: ha sido mucho más que eso. Ha sido el andar por un camino desconocido, tomados de la mano. Sonriendo, llorando, enfrentando sustos, sobrellevando adversidades, cosechando satisfacciones, compartiendo, acercándonos, alejándonos, guardando silencio, hablando sobre todo…. O casi todo.

A veces deseo recoger mis maritates y abandonarlo todo. Me frustro, me entristezco, me canso. Pero luego del bajonazo viene la subida. Y retomo la senda, y vuelvo a disfrutar. Y reconozco las satisfacciones eternas que me producirá ser madre. Y me siento altamente bendecida, llena, feliz, complacida. Me gusta ser madre. Me gusta ser mujer.

Quienes han parido y conservado de buena gana a sus hijos, estoy segura, me darán la razón. Así que, un 'viva' para las Mamacitas, como yo.

martes, 8 de septiembre de 2009

Construyendo mi muro


Suspiro. Hago mis ejercicios de respiración. Nada. Permití que dos imprudencias cometidas por sendas pesonas me robaran la calma. Sé que no vale la pena, sé que no está bien, pero hecho está. Trato de concentrarme y no puedo.

La inquietud me invade. Siento enojo hacia estas personas y hacia mí misma. Aspiro, espiro una y otra vez. Lección aprendida. Tengo que practicar más el levantar camposo emocionales de protección para que no me afecten tanto las cosas que otros dicen/hacen. De pronto el cielo se oscureció y sentí que era una señal. ¿Han leído esa teoría de las señales que nos envía la vida? Pues hoy, le hago caso.

Veo dentro de mí misma, reflexiono un momento y concluyo que debo recuperar mi equilibrio. Así... Tiro al viento las malas vibras y sigo mi camino en paz.

jueves, 3 de septiembre de 2009


Al caminar sobre ese pasillo, estaba, sin darme cuenta, descorriendo un poco la cortina del tiempo. Cuando me percaté era demasiado tarde: estaba cara a cara con un atajo de recuerdos que se vinieron de golpe. Y me llené de nostalgia.

Quizá sea porque me di cuenta que lo vivido en ese recinto fue algo realmente especial. Ahí di mis segundos pasos en el camino de la vida (los primeros los di en el Ejército, pero esa es otra hitoria). También comenzó a salir a flote de qué madera estoy hecha. Eso, creo, fue lo mejor.

En ese momento no me percaté de lo que estaba viviendo, pero ¿quién sabe si ese 'despiste' no era parte de la magia del despertar ante la vida?

Datos personales

Mi foto
Managua, Nicaragua
Como todos en este mundo, tengo virtudes y defectos. Pero creo que lo más importante para mí, es saber ser amiga, de las que se quitan la camisa para dársela al que la necesita. Fiel a más no poder, sincera, y muy reservada. Amo la buena ortografía y me cuido de tenerla; periodista de profesión y de corazón, madre por decisión. Pero, ¿quién mejor que mis amigos para describirme? Así que esa tarea se la dejo a ellos.