
Las palabras de aquel señor de 62 años, sencillamente me agarraron ‘fuera de base’. No sólo porque no era lo que una muchacha de 16 años esperaba escuchar a las 6:30 de la mañana, sino también porque a esa edad, mi mente más bien se transportaba a los escenarios recreados en mi imaginación mientras leía a autores como Shakespeare.
La idea de tener un novio coetáneo estaba tan lejano como la posibilidad de que yo fuera astronauta. Por lo tanto, la idea de tener un novio de la edad de mi abuelo (y encima, al poco tiempo tener que casarme con él), sencillamente me dejó sin habla por varios segundos.
Aprendí del ejemplo de mis padres el servicio desinteresado hacia los demás. Enseñanza que desde mis 13, había sido reforzada por el sistema educativo jesuita en el que estaba inserta. Así que, cuando el gobierno anunció la realización de una mini-cruzada de alfabetización que duraría el período vacacional entre un año escolar y otro, no la pensé dos veces antes de inscribirme.
Y ahí estaba yo, en el Valle de Olominapa, a unos 45 minutos de camino –a pie- del caserío Mesa de la Flor, donde yo usualmente alfabetizaba a un pequeño grupo de campesinos jóvenes adultos. Ese fin de semana, yo me encontraba en la casa de mi maestra supervisora, donde a veces llegaba a dormir.
Nunca sabré qué expresión puse cuando el hombre que tenía enfrente me pidió matrimonio. Pero recuerdo que al escuchar tan inusitada propuesta, quedé viendo al pretendiente, le sonreí y luego de un momentito musité: ‘espéreme un momentito’.
Puesto que yo había suspendido el momento de desayuno con mis anfitriones cuando el anciano me llegó a buscar, al momento de poner un pie dentro de la casa, todos los rostros se giraron hacia mí. La pregunta de mi maestra no se hizo esperar: “¿qué te pasó? – me dijo- venís blanca como un papel”.
Tímida como era, no quería que el resto de comensales escuchara mi respuesta. Me acerqué lo más que pude a la 'profe' y musité: “venga a ver por favor”. Ni corta, ni perezosa, mi supervisora abandonó la mesa y me siguió. Creo que más curiosa que preocupada, preguntó qué pasaba ahí y sólo atiné a comentarle que el señor ahí presente (curiosamente mi memoria se encargó de borrar su nombre) me había propuesto matrimonio, porque el sujeto en cuestión me interrumpió.
(Creo que vale la pena el paréntesis: efectivamente, nuestro interlocutor del momento había quedado viudo hacía un par de años, pero desde entonces no había mostrado intención de volver a casarse. Y siendo el finquero más adinerado de la zona, varias mujeres habían querido atraparlo infructuosamente).
“Quiero casarme con la Nitos. Va a ser la Princesa de mi casa, es linda y quiero que sea mi esposa. Usté sabe que yo ya soy viudo, me siento solo en esa casona… pero si mi muchachita se casa conmigo todo va a cambiar. La voy a andar así chineada (es decir, cargada en brazos), para que ni siquiera se me tropiece, la voy a cuidar, voy a poner a su nombre mi casa, mi finca, mis vacas, todos mis animales y propiedades. Le voy a dar todo lo que ella quiera, puede seguir estudiando si quiere…. Podemos ir a casarnos a Managua o que sus papás vengan aquí, como ella mande….”
El señor parecía haberse tragado un tanque entero de oxígeno, pues no cesaba su retahíla ni siquiera para dar un respiro. Yo, cabizbaja, escuchaba nuevamente todo lo que me habían ofrecido a solas. La profesora, no sé si por estrategia, por asombro o porque oraba en silencio suplicando por sabiduría, escuchaba sin interrumpir y de tanto en tanto, me volvía a ver.
Por mi parte, le echaba la culpa al short que vestía. “Yo sabía que no debía salir en short”, me decía, ávida por echarle la culpa a cualquier persona, ente o cosa que encontrara a la vista, por aquella situación tan incómoda.
Aunque ahora, en mi defensa diré que aquella pantaloneta color crema, no era corta ni mucho menos. Cubría la mitad de mis piernas, que si bien es cierto siempre fueron gruesas, no mostraban más de lo debido. En resumen: me siento con la conciencia tranquila pues sé que no caí en la procacidad.
Mis atontados pensamientos se interrumpieron cuando ¡por fin! escuché a la 'profe' hablar: “vea don Juan (de alguna manera le tendré que llamar), fíjese que yo soy la tutora de la Nitos en este momento, y le agradezco mucho su interés en ella y su seriedad, porque se nota que sus intenciones son serias. Pero fíjese que ella en este momento no piensa casarse, en Managua las jovencitas de su edad se dedican a los estudios, ella ni novio ha tenido… me da mucha pena tener que decirle que no. Tal vez más adelante, cuando ella esté mayor, usted la busca si es que aún desea casarse con ella”…
El discurso de mi benefactora fue atajado categóricamente por el “uhhhhh” de don Juan, quien ahí mismo expresó con cierto dejo de tristeza: si la Nitos se va de aquí, ¿cuándo la saco de Managua? Ya no va a querer volver.
La maestra me volvió a ver unos segundos, para luego responder: “bueno don Juan, entonces le sugiero que se busque a otra esposa por estos lados, alguien que le quede más cerca. Le sonrió, agradeció la visita y me empujó suavemente hacia adentro. “Terminemos de desayunar”, me dijo mientras se sentaba al comedor. Pero, ¿saben qué? yo había perdido el apetito.
Al cabo de un par de semanas, estando yo en el pozo de esa misma localidad, los lugareños se fueron desgranando poco a poco cargados con su agua. No acostumbrada a sacar agua de pozo, había decidido quedarme de última… primero y sobre todas las cosas, para que no me vieran haciendo el ridículo; segundo, porque no quería retrasar a nadie pues yo me tardaba por lo menos cinco veces más de tiempo, en halar un triste balde de agua.
Me percaté que no estaba sola –como yo pensaba- cuando la voz gruesa de don Carlos se ofreció a ayudarme. “Preste maestrita, yo le voy a halar el agua, sus manitos no están acostumbradas a las labores del campo”.
Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo, lo que me pareció un mal presagio. Y no me equivoqué. Acto seguido, “el campisto” me dijo que me había estado observando todo este tiempo…. Que él al igual que Juan (oh sorpresa, eran hermanos) había quedado viudo, y que nada le sería más grato que encontrarse una esposa como yo. Que él no poseía tantas propiedades ni tanto dinero como don Juan, pero que sí tenía “unas cuantas vaquitas pastando por ahí”.
Al principio pensé que este señor de 60 años me estaba vacilando, pero prontito salí de mi error. ¡¡Hablaba en serio!! Es más, muy en serio. Así que le brindé la mejor de mis sonrisas, le agradecí profundamente por ‘tomarme en cuenta’ y le dije suavemente pero con la mayor firmeza que mi vocecita de Chilly Willie podía permitirme: ay don Carlos, yo no quiero casarme ahorita. Agradecí una vez más, esta vez por el balde de agua, y me fui.
Nunca comenté a nadie sobre este asunto, pero eso sí, no volví a poner los pies en Olominapa. Al menos no por voluntad propia.
(Nota de la autora: Debo confesar que ésa fue la primera vez que me pidieron matrimonio, nada usual, creo...)



